Rozalén durante su presentación en el Teatro el Galpón, Montevideo, Uruguay. Gira “El abrazo” | Foto: María Noel Robaina
Un abrazo es el lenguaje silencioso de las almas que se encuentran, es un puente invisible entre dos corazones. Es como si el mundo, por un instante, dejara de girar, y todo lo que importa es esa cálida intimidad que florece en el centro del pecho. Un abrazo es un refugio, el puerto al que regresas cuando las olas del día han sido demasiado altas y el viento demasiado fuerte. Es un hogar hecho de piel donde la única entrada es la confianza.
“El abrazo” es el nombre de su último disco, y como un abrazo en sí mismo, el que dio nombre a la gira con la que Rozalén volvió a Uruguay por tercera vez. No podría haber elegido una palabra más acertada para describir lo que se vivió anoche. Un espacio sagrado, una conversación íntima, despojada de prejuicios y miedos donde el amor y la gratitud encuentran su mejor expresión. Ya lo había adelantado al comienzo del show: “Vamos a estar en el salón de casa… Esto va a ser una sobremesa. Hemos quedado de comer los colegas. Éramos diez pero se nos ha ido de las manos…”
Hace dos años se presentó en el Teatro Solís con su banda completa, en el marco de su gira “El árbol y el bosque”. En esta oportunidad, la acompañan Ismael Guijarro, Samuel Vidal y Beatriz Romero, quienes conforman el formato acústico con el que recorre latinoamerica.
Un mensaje de mirada honesta
Aún con las luces apagadas, las cuatro siluetas se ubicaron en el escenario, con la sencillez de quien está en confianza, como en casa. Sin preámbulos comenzaron a sonar los primeros acordes de “Lo tengo claro”, y la sensación fue casi chamánica. Rozalén invoca diosas y espíritus antiguos, envolviendo nuestros sentidos en una danza de percusiones y melodías que flotan como hojas en un río. La dulzura de su voz, acompañada por melismas que van y vienen como las olas, nos lleva a un lugar donde el tiempo se diluye.
Las manos de Beatriz toman protagonismo, mientras entre el público, lágrimas comienzan a correr como ríos desbordados tras una tormenta, arrastrando consigo emociones que ya no encuentran refugio en el silencio. Es catarsis, el bálsamo que calma una herida, la chispa que aviva una llama, es el arte de ser sostén y ser sostenido, de dar y recibir en el mismo acto.
Rozalén le canta a las emociones universales. Le canta al amor, a la alegría y a los miedos; levanta la voz frente a las injusticias, rompiendo el silencio con rabia y verdad. Le canta a los rinconcitos de su niñez y a cómo huele su infancia; a los niños y a la pureza del mundo que sueña para ellos. Le canta a su padre, abrazando el vacío que deja la ausencia; a los momentos improvisados y a la pulsión vital de una noche cualquiera.
Canta entre la gente y rompe la barrera entre el escenario y el público, porque como se encargó de verbalizar: “Aquí somos igual de importantes, los que estamos ahí, los que estamos aquí”.
Está relajada, bromea y se ríe de sí misma, hilvana anécdotas y da pie a que el público se tome algunas licencias. Contagia carcajadas tanto como emociona hasta las lágrimas.
“Habéis hecho un dos por uno: terapia y concierto”, dice mientras acomoda una de las rosas rojas que penden del atril que está frente a ella.
Con la sensibilidad de quien ha recorrido caminos llenos de luces y sombras, Rozalén tejió historias en un manto de melodías que arropó con la calidez de lo auténtico. Una hebra de emociones trenzadas con cuidado, como quien hace de sus vivencias un tapiz lleno de color.
“Vais a vivir una montaña rusa de emociones”, había mencionado al comienzo. Desde una oración convertida en canción como lo es “la cara amable del mundo”, hasta un recorrido de su mano por las coloridas calles de Colombia, o la tímida presunción de ser la española más nominada a los latin grammy este año. Pintó un paisaje lleno de vida y se vistió de emociones crudas. Nos llevó a las memorias de su niñez y desnudó sus heridas, sus dudas y alegrías. Se permitió y nos permitió ser vulnerables, un acto de amor en su forma más pura: incondicional, sincera, y llena de magia.
Fue el ancla que sostiene en medio de una tormenta, se aferró al cariño que recibía con cada historia que revelaba, y terminó descalza… repartiendo abrazos y caricias mientras recorría el teatro cantando “La puerta violeta”. Celebró el amor y tomó la noche entre sus brazos. Demostró que el mundo sigue siendo capaz de mostrarnos su lado amable. Regaló un instante suspendido en el tiempo donde todo lo que importa es la cercanía, la conexión. Porque, al final, un abrazo es eso: la forma más simple y más profunda de decir “te quiero”.