En la plaza de toros de Colonia del Sacramento, un escenario se convierte en el corazón pulsante de una noche que, pese a los intentos de explicarla, “no es una ciencia exacta”. El sonido de un audio de WhatsApp, tan cotidiano y cercano, da comienzo al show. Una voz con acento venezolano nos introduce en un viaje por el amor y la ciencia que lo envuelve. Mas que una introducción, es una invitación a sumergirse en un mundo donde la música y la poesía se entrelazan de manera sublime. Se trata de Alejandra Melfo, astrofísica y prima de Jorge Drexler, quién da apertura a “El plan maestro”.
El escenario, bañado en una luz tenue, acoge a un Drexler relajado, vestido de blanco, envuelto en los aplausos modestos de quienes temen romper el clima que reina en la plaza . La música llena el espacio con una riqueza que desafía la sencillez de la puesta en escena. Las estrellas, con Orión a la cabeza, parecen asomarse desde su platea celestial, testigos silentes de la magia que se despliega.
“Tiempo y tinta” es la excusa para visitar nuevos lugares, volver a otros, y reencontrarse con su público. Es una exploración, una búsqueda de significados nuevos y antiguos, un diálogo con el amor en todas sus formas. Es la eterna búsqueda de la mirada ingenua.
Drexler con su guitarra nos lleva en un viaje a través de “Deseo”. Bajo el escenario, la vida imita al arte. Una niña, con su celular en mano, graba en modo selfie el momento junto a su padre. “Papá, estoy grabando para que quede”– le dice. Es un recuerdo en construcción, una imagen que, con el tiempo, adquirirá un valor incalculable.
El aire trae consigo el aroma de la cerveza, mezclándose con el pasto húmedo del campo, creando una atmósfera casi tangible.
Fuera de la plaza, un grupo de personas se agolpa en la entrada, queriendo sumarse a la experiencia. Y como si también quisiera ser parte del espectáculo, una impresionante luna llena emerge en el horizonte. “Ni la luna se lo quiere perder”– diría alguien minutos después.
Drexler, maestro en el arte de la narrativa musical, alterna canciones de su último álbum con clásicos de su repertorio. Sus anécdotas, esparcidas entre canciones, despiertan risas en un público que se siente cada vez más parte de un encuentro. Es capaz de convertir un recinto amplio y a cielo abierto, en un lugar íntimo y acogedor. Crea un vínculo con cada espectador, haciéndoles sentir como si estuvieran en una reunión de amigos, donde las historias, las risas y la buena música son los protagonistas.
“El pianista del gueto de Varsovia” y la “Milonga del moro judío” es el momento oportuno para hacer una pausa reflexiva. Aprovechó para pedir un alto al fuego en Palestina, el retorno de los secuestrados y el cese de la matanza de inocentes.
Cada uno de los versos que escribí los sigo sosteniendo hasta hoy en día: no hay muerto que no me duela, de ninguno de los dos bandos… estaba nervioso por decirlo, pero no quiero ocultar lo que siento.
La luna, siempre presente y ahora más prominente, se cuela entre las sombras de la plaza. Algunos, cautivados por su belleza, intentan capturarla aunque las fotos resulten borrosas. En el fondo, saben que es el recuerdo lo que perdurará. “¡Mirá la luna!”, se escucha gritar a alguien, justo cuando el satélite natural alcanza su posición privilegiada en el cielo, convirtiéndose en una espectadora más de esa noche.
La energía se renueva con los ritmos de de “Bailar en la cueva”, “Movimiento”, “Todo se transforma” y “Me haces bien”. La gente, dejando atrás cualquier reserva, baila y exorcisa las tristezas.
Finalmente, “Amor al arte” suena como un adiós dulce y melancólico. Drexler se pierde en la oscuridad del escenario, entre aplausos. Orión parece inclinarse en un gesto de respeto, buscando refugio bajo el horizonte, mientras la luna llena baña la plaza con su luz etérea. La escena es un cuadro viviente, un testimonio de la magia que puede surgir cuando la música, la poesía y la naturaleza se entrelazan.