El nuevo disco de Amaia no necesita levantar la voz para hacerse escuchar. Si abro los ojos no es real funciona como un susurro con eco largo: empieza en la infancia y termina en la muerte, pero lo que hay en el medio es una puesta en escena sonora que no busca impresionar, sino construir una intimidad estética.
No es un disco que seduzca de inmediato. Tampoco lo pretende. Sus mejores momentos no están en las canciones que salieron como single, sino en las que se ocultan detrás, casi como escenas eliminadas de una película que solo cobran sentido cuando uno la vuelve a ver por segunda vez. Visión, que abre el disco, lo deja claro desde el principio. Amaia canta con el timbre de quien recuerda mientras camina, sin prisa y sin miedo al silencio. Los arreglos, de una fineza casi anacrónica, remiten a un folk más británico que ibérico: hay algo de Nick Drake, sí, pero también de esa inocencia coreografiada que se respiraba en las baladas de Disney cuando aún no existía el autotune.
Y sin embargo, no hay nostalgia gratuita. Hay construcción. Despedida, dedicada a su abuela fallecida, evita el melodrama y se permite una ligereza casi carnavalesca. Es ahí donde el disco pisa firme. En vez de entregarse al sentimentalismo, se permite el absurdo, lo tribal, lo retro. Y en Ya está, una de las composiciones más arriesgadas del álbum, el hilo de voz de Amaia recita que no cree en Dios, que quizás se reencarne, mientras las arpas tejen una especie de rito laico. Es una canción que, en otro contexto, podría sonar pretenciosa. Aquí, en cambio, resulta honesta. Rara, sí, pero necesaria.
El trabajo de producción (firmado por Ralphie Choo y Drummie, con toques de Alizzz) construye un álbum que coquetea con el pastiche sin volverse kitsch. Magia en Benidorm, por ejemplo, no esconde su artificio ni lo justifica. Lo exhibe como una postal absurda, consciente del guiño. Y en Tocotó o Nanai, se asoma esa vena marisolezca que a Amaia le calza con naturalidad: no como una herencia, sino como una herramienta de juego.
Pero el disco no se queda en la superficie estética. Hay un quiebre cuando aparece M.A.P.S., una de las canciones más incómodas y necesarias del conjunto. Con referencias directas a su madre, a la vigilancia familiar, al juicio generacional, Amaia se permite una crudeza que no aparece en los hits. La pieza es casi un grito millennial con maquillaje de synth pop ochentero. ¿Irónica? Sí. ¿Autobiográfica? No lo sabemos. Pero funciona.
Luego, en Auxiliar, la misma voz que pidió espacio ahora se pone del otro lado: en la piel de una madre que siente el nido vacío. La idea no es nueva, pero la ejecución sí lo es: no hay moraleja, solo observación. Lo más interesante de estas piezas no es lo que dicen, sino desde dónde se dicen. Amaia ha dejado de ser la protagonista de sus canciones para convertirse en la directora de una obra coral. Es ese desplazamiento lo que la hace crecer como autora.
A nivel conceptual, el disco se cierra como una película: no hay temas aislados, sino escenas que se repiten con nuevas luces. Fantasma, la última canción, es quizás el momento más teatral del álbum. Una especie de goodbye song en clave coral, en la que Amaia se imagina muerta. No hay miedo ahí, sino cierta fascinación por la idea de desaparecer sin escándalo.
¿Es este el mejor disco de Amaia? Posiblemente sí, aunque eso no lo vuelve necesariamente el más accesible. Es un álbum que exige tiempo, escucha atenta y un poco de tolerancia al desconcierto. Pero, en un panorama saturado de fórmulas, eso ya es un mérito en sí mismo.
Amaia no busca gustar. Y eso, viniendo de alguien que pasó por una maquinaria como Operación Triunfo, es una decisión política. Aquí no hay hits inmediatos ni frases diseñadas para Instagram. Hay canciones que incomodan, que se contradicen, que juegan con lo cursi sin entregarse. Y en ese juego, ella gana.