La noche montevideana se presentaba gris y apagada, producto de una tarde fresca y lluviosa. Sin embargo anoche una estrella brilló con luz propia sobre el Estadio Centenario: Luis Miguel, el icónico artista conocido como el Sol de México, retornó a Montevideo tras 25 años de ausencia, desplegando un espectáculo que comenzó a repetirse en la memoria colectiva a través de relatos, desde el mismo instante en que el astro abandonó el estadio.
El sábado, a medida que el reloj marcaba un minuto pasado las 21:00, una oscuridad expectante se apoderó del Estadio Centenario, solo para ser interrumpida por la enérgica música de una banda que preludiaba la llegada de Luis Miguel. Su aparición fue el detonante de una euforia que resonó en cada rincón del recinto, un grito colectivo que materializó la anticipación de una multitud que había esperado este momento por décadas.
Luis Miguel, con su carisma inalterable, no necesitó palabras para comunicarse con su público. Su música y su presencia fueron el lenguaje universal que trascendió cualquier barrera, conectando con una audiencia diversa, unida por la admiración hacia el artista. Las coreografías sutiles, las sonrisas que parecían eternas, y su voz poderosa y clara, fueron los pilares de una noche que celebró la trayectoria de un músico que, sin lanzar nuevos discos en siete años, mantiene una vigencia impresionante.
El repertorio fue una cuidadosa selección que trazó un recorrido por su carrera, desde los ritmos bailables hasta las baladas que invitan a la introspección. “Será que no me amas”, “Amor, amor, amor”, y “Suave” iniciaron la primera parte que combinó la nostalgia con la alegría de lo contemporáneo. Cada canción fue un capítulo de una historia contada en notas y armonías, con “Hasta que me olvides” como uno de los puntos álgidos de la noche, un momento donde el vínculo entre el artista y su audiencia se sintió más palpable.
La puesta en escena complementó cada melodía con un despliegue visual impactante. Las pantallas gigantes, las luces, y la escenografía crearon un ambiente que realzó la experiencia, haciendo que cada canción no solo se escuchara, sino que también se viviera.
El público, un mosaico generacional, reflejó el alcance transversal de la música de Luis Miguel. Desde jóvenes hasta personas de mayor edad, el estadio se unió en una celebración que trascendió edades y preferencias musicales. Esta energía fue testimonio del impacto que Luis Miguel ha tenido en distintas generaciones, un artista que ha sabido reinventarse manteniendo siempre su esencia.
Respaldado por un ensamble musical de primer nivel, ofreció medleys que eran un deleite para los sentidos, demostrando la sinergia entre su voz y la maestría instrumental de su banda. La sección de vientos, los coristas, y los solos de Kiko Cibrián y Lalo Carrillo, subrayaron que en este espectáculo, solo lo excepcional tiene lugar.
El segmento de mariachis fue un homenaje a sus raíces, con “La Bikina” y “La media vuelta” evocando la esencia de México, mientras que los cambios de vestuario y la escenografía enriquecieron aún más la experiencia visual, que ya de por si, era fabulosa.
El espectáculo culminó con una serie de temas que invitaron al público a bailar y celebrar, aunque algunos reclamos técnicos momentáneos recordaron que incluso en la perfección hay espacio para la humanidad. “Cuando calienta el sol” cerró la noche, una elección que resonó como un abrazo cálido a sus seguidores, aunque Luis Miguel, fiel a su estilo, se despidió sin palabras, dejando que su música hablara por él.