“Sin pensarlo voy a partirme las alas”: Malú en el Teatro Ópera

Malú en el Teatro Opera

🗓️ 25 de mayo de 2025
📍Teatro Ópera, Buenos Aires
Fotografías: © María Noel Robaina

La geometría del Teatro Ópera se fracturó en el instante exacto en que Malú pisó el escenario. No hubo grandilocuencias ni prólogos histriónicos: simplemente apareció, como si hubiera esperado toda su vida tras bambalinas para revelar algo que la audiencia porteña no sabía que necesitaba presenciar.

Envuelta en plumas negras, encarnó una figura que parecía arrancada de un sueño bíblico: belleza rota, intensidad sin consuelo. El negro absoluto de su vestimenta, el pelo salvaje, los ojos empañados por una emoción que no pidió permiso: todo en ella hablaba de una mujer que ha conocido la altura, la caída y el coraje brutal de levantarse sin haber olvidado nada.

Con esa voz quebrada que revelaba grietas más profundas que la simple emoción del momento, comenzó a cantar “Aprendiz”, y ejecutó una autopsia en vivo de su propia longevidad artística. Malú pertenece a esa cofradía cada vez más rara de intérpretes que sangran sobre las tablas. Y lo hace con la maestría de quien ha aprendido a disecar su propio dolor en tiempo real. Lo suyo es la combustión espontánea del alma, la síntesis de una vida cantada hasta la médula.

“Este show lo traemos con todo el amor… con todas las ganas, con los medios con los que hemos podido contar y con todo el esfuerzo de un equipo que se ha dejado la piel para que este show sea como os merecéis”, declaró entre lágrimas después de “Como una flor”.
Y en esa confesión, la emoción (mezcla feroz de cansancio, orgullo y milagro) se le escapaba por cada gesto: en el temblor de su labio al hablar, en la lágrima que surcó su mejilla sin pudor, en la forma en que miraba al público como quien por fin ha llegado, aunque todo indicara que no iba a poder.

Lo extraordinario de esta gira de despedida ha sido el proceso de reconquista musical que Malú emprendió con su propio catálogo. La arqueología sonora reveló las raíces auténticas de un repertorio que, en su forma discográfica, había sido despojado de su verdadera naturaleza. Las palmas a contratiempo, los quiebros melódicos, las progresiones armónicas que descienden desde el modo frigio. La raíz flamenca, cruda y sin concesiones. 

Los giros vocales que desplegó en estos arreglos transformaron canciones que creíamos conocer en revelaciones completamente nuevas. En las versiones acústicas de “Oye” y “Todos los secretos”, las guitarras flamencas fueron protagonistas indiscutibles, liberadas de su condición de capas secundarias en las versiones de estudio. Los rasgueos de alzapúa le otorgaron una textura rugosa que su versión original jamás había poseído. Pero fue en los ornamentos vocales donde se cifró la verdadera revolución. Las canciones se convirtieron en pretexto para que la española desplegara esos giros característicos del cante que llevaban décadas dormidos en su garganta, esperando el momento exacto para emerger sin complejos ni concesiones comerciales.

Esos melismas descendentes y ese arrastre entre notas como quien exprime cada sílaba hasta el hueso, reescribieron la emoción desde adentro. En “Si estoy loca”, la introducción mantuvo las cuerdas características del arreglo original, pero la entrada del bajo quinto modificó por completo la base armónica. Los compases de doce tiempos típicos de la soleá por bulerías se filtraron sutilmente en una estructura pop que, de pronto, parecía haber sido concebida para este tratamiento desde su origen.

Cuando “Duele” se fusionó con “Sin ti todo anda mal” en un medley que nadie pidió pero todos necesitaban, el Teatro Ópera se volvió un confesionario colectivo. Había algo profundamente catártico en escuchar a una mujer de 43 años cantar sobre el dolor con la misma intensidad que una veinteañera, pero con la sabiduría técnica de quien ha aprendido a hacer de cada ornamento vocal un puñal certero al corazón de su público.

Durante el outro extendido de “Enamorada”, se ubicó a un costado del escenario para sentarse sobre su cajón flamenco, cediendo el protagonismo a su banda, mientras sus golpes secos sobre la madera constituían la manifestación audible de un ADN musical que resiste al olvido. 

Ser Invisible, Irónicamente nunca fue una opción. Desde sus comienzos hasta Mil Batallas, se sostuvo con una presencia arrolladora y una voz que no se disculpa. Desplegó esa rara habilidad de llenar un espacio de 1,500 butacas con la misma convicción que si estuviera cantando para 50,000 personas en un estadio, o para una sola persona en su sala de estar. La industria musical ha enseñado a los artistas a administrar su energía como recursos escasos, a calcular el gasto emocional según el tamaño del venue. Pero Malú opera bajo una lógica diferente: cada concierto es abordado como si fuera el último de su existencia. La ecuación permanece invariable, sin importar si son mil personas en Buenos Aires o treinta mil en el WiZink Center de Madrid.

La bandera argentina con el número 25 que alguien del público le extendió después de “A esto le llamas amor” se convirtió en una insignia de guerra que la acompañó en cada movimiento durante más de dos horas. Porque veinticinco años representan una eternidad en el pop español contemporáneo, y sobrevivir a ello, exige una resistencia casi patológica al desgaste.

“Blanco y negro” generó el momento de mayor quiebre emocional. Ya es ritual: el público corea cada palabra con una devoción casi litúrgica. Y esa vieja incapacidad suya de contener la intensidad la hizo estallar en llanto. Por unos instantes, el Teatro Ópera fue fragua: allí se templaba una nueva versión de sí misma.

Cuando las primeras notas de “Ángel caído” atravesaron el espacio, la profecía se cumplió en tiempo real. “Voy a partirme las alas, voy a pisar el suelo”, cantó con esa voz quebrada, y las palabras se materializaron como confesión autobiográfica. Aquí estaba, literalmente partiéndose las alas en el escenario. 

“Aquí termina hoy esta gira, este a todo sí, estos 25 años”, anunció después de “Desprevenida”. Lo que siguió fue un encore que funcionó como exorcismo colectivo: Malú acercándose al borde del escenario, estableciendo contacto visual directo con cada rostro de la primera fila, convirtiendo el acto de agradecer en ceremonia de absolución mutua.

Veinticinco años después de “Aprendiz”, su voz conserva esa rugosidad característica que la distingue de la línea de montaje de cantantes técnicamente perfectas pero emocionalmente estériles que pueblan las listas de reproducción contemporáneas.

Malú opera desde un lugar más primitivo y, por tanto, más peligroso. No administra la emoción según las reglas no escritas del espectáculo profesional, la conecta directamente con esa tradición donde cantar no es profesión, sino exorcismo.