Ha*ash presentó Haasville en Montevideo

Haash en Montevideo

Las historias tienen un peso distinto dependiendo de dónde se cuenten. Algunas nacen en la barra de una cantina, se deslizan por la madera pegajosa con el sudor de un vaso mal sostenido. Otras flotan en el aire pesado de una habitación donde dos amigas se confiesan verdades que solo el cansancio se atreve a admitir. Hay historias que se cuentan con la voz rota, palabras afiladas por la rabia, con la urgencia de quien aún no ha aprendido a olvidar.

Y luego están las historias que Ashley suelta sobre el escenario, como si no dolieran. Como si no hubieran sido suyas. Las escupe con una sonrisa torcida, con la maestría de quien ha aprendido a reírse de sí misma antes de que el mundo lo haga por ella. Con la voz ligera, casi burlona. Las veces que volvió con su ex (más veces de las que le gustaría admitir). Las veces que la traicionaron con la elegancia torpe de quien no sabe mentir del todo bien. Aquellas en las que se encontró a sí misma sosteniendo un vaso, buscando en el fondo de un trago respuestas que ya conocía.

Y Hannah es la otra mitad de esa narrativa: las cuerdas bajo sus dedos son el hilo que une lo dicho con lo sentido. Hace de cada confesión un himno para todas las que, en algún rincón de la multitud, entienden demasiado bien.

Foto: María Noel Robaina

El primer acorde corta el aire. Y entonces, “No te quiero nada”. Mentira. Todo lo contrario. El amor arañando por dentro mientras el ritmo traiciona con su insolencia festiva. Hannah y Ashley entran en escena y la historia se vuelve cuerpo. No te quiero nada, esa mentira que todas han dicho alguna vez, envuelta en guitarras veloces y un ritmo que traiciona el despecho con ganas de bailar. Es de Habitación Doble, de aquel 2008 en el que el amor ya dolía pero todavía se cantaba con descaro, con una especie de rabia juguetona.

Con esa primera canción sonando en el Antel Arena, la personalidad de cada una de las hermanas oriundas de Louisiana, comienza a manifestarse. Hannah parece esconderse tras su guitarra y su sombrero tejano, como si en el primer minuto aún no quisiera revelar demasiado. Ashley, en cambio, recorre el escenario mientras los flecos de su chaleco responden como un eco de su propia energía.  

El público no necesita instrucciones. Sombreros, botas, cuero, corazones con brillo. La respuesta es inmediata, gritan el coro con la certeza de quien ya ha estado aquí antes, con otro nombre en la boca, con otro fantasma en la piel. Como quien ha ensayado esta escena muchas veces en el espejo.

Foto: María Noel Robaina

La energía cambia de forma pero no de intensidad cuando las hermanas nos invitan a su geografía personal. Bienvenidos a Haashville.  Un pueblo sin exes que valgan la pena, sin perdedores, sin historias inconclusas. Un lugar donde hay una regla que prima: sentir.

 “Si saben que están con alguien que no, hoy atrévanse a soltarlo y a dejarlo ir.”

El siguiente acorde llega con la precisión de un destino que llevaba tiempo esperando ser nombrado Te dejo en libertad”. El recinto se llena de globos blancos que se elevan con esa mezcla de alivio y vértigo que da despedirse incluso cuando se sabe que es necesario.

Montevideo se desdibuja en sus propios límites y florece, por unas horas, como Haashville: territorio de catarsis compartida. Un sitio donde la risa y el amor flotan en el aire como un globo que acaba de soltarse.

Lo que siguió después fue una fiesta, de esas en las que te sueltas el pelo y te olvidas de preguntar qué hora es. Papelitos dorados lloviendo como si la noche celebrara algo que aún no entendemos del todo. Burbujas de jabón flotando sobre la multitud. Serpentinas enredándose en las muñecas, en los sombreros, en la risa de Ashley. Nuevas canciones y más anécdotas, como quien tiene una charla con esa amiga que te conoce demasiado bien.

Es en medio de esta complicidad que Hannah y Ashley recorrieron el escenario con la mirada, buceando entre los carteles para encontrar a dos fans que pudieran compartir el momento con ellas.

Foto: María Noel Robaina

Y sobre el final la última regla: no se aceptan amantes… a menos que no te enteres que eres la amante, claro. Llegaron las canciones de despecho y el remedio al mal de amores… “Dos copas”.

Siempre hay alguien que, aunque jure que ya no le importa, canta con los ojos cerrados y los puños apretados, como si pudiera arrancarse el recuerdo de entre las costillas. Canta con la mandíbula tensa, con el corazón todavía escociendo bajo la piel, con la voz que tiembla justo antes de romperse. Canta como quien se arranca una espina y, en lugar de alivio, solo encuentra la herida abierta otra vez.

Porque hay canciones que no se cantan, se escupen. Se gritan desde el fondo del pecho, con la rabia mordiéndole los labios, con el alma en carne viva. Hay alguien en la multitud que canta como si estuviera devolviendo un insulto, como si cada palabra fuera una venganza pequeña contra el pasado. Alguien que canta porque todavía arde, porque todavía queda algo de esa historia pegada a la piel.

Y cuando Ashley ríe en el escenario, cuando hace de su propio desastre un chiste, esa persona también ríe, aunque sea para no llorar.