**Yungblud durante su concierto en El Palacio Vistalegre de Madrid, 11 de octubre de 2025 | Fotos: Sare Rossi
Quince minutos de retraso. El Palacio Vistalegre hierve con War Pigs de fondo mientras miles de adolescentes gritan como si esperaran la segunda venida. Cuando las luces se apagan y Dominic Harrison emerge con chaleco de leopardo y gafas de sol oversized, algo queda inmediatamente claro: esto será una performance sobre lo que significa ser una rockstar en 2025.
Hello Heaven, Hello abre el show con esa pregunta que atraviesa el disco: “¿El que era sigue ahí?”. Harrison la canta mirando al techo, y por un instante la letra dialoga con el momento: un artista que a punto de cumplir los 30 sigue buscando dónde encaja. Pero el pensamiento se corta rápido. Harrison ya está corriendo por el escenario, guitarra en mano, sudando antes del primer estribillo.

La camiseta dura poco. Para The Funeral, Harrison ya está en cuero, exhibiendo un físico que rinde durante noventa minutos sin pausa. No es postureo: el tipo trabaja cada centímetro del escenario como si le fuera la vida en ello. Corre, salta, gira, lanza besos, guiña ojos. Es energía pura canalizada en movimiento constante.
El público (una mezcla curiosa de adolescentes con estética TikTok y cuarentones que mamaron Blink-182) responde a cada gesto. Hay algo en la forma en que Harrison conecta que funciona más allá de las canciones: ese “¡Manos arriba, Madrid!” repetido hasta el cansancio no suena vacío porque él se lo cree. O al menos lo parece, que en el fondo viene a ser lo mismo.
Idols Pt. 1 muestra el lado más épico y pop del disco, mientras que Lovesick Lullaby ataca con ese estilo inglés más descarado. Ahí empieza el primero de varios problemas técnicos: el micrófono falla, la voz se corta. Harrison lo compensa redoblando energía, aunque la acústica del Vistalegre no hace favores a nadie. Las guitarras suenan difusas, la batería pierde definición. Es el precio de tocar en un recinto pensado para otras cosas.

My Only Angel, la colaboración con Aerosmith, llega con ventilador estratégicamente colocado para mover el pelo de Harrison. Falta Steven Tyler, pero la canción aguanta sola. Lo que sigue es el momento que define el espíritu del show: Harrison lee una pancarta del público, dialoga con alguien entre el gentío intercalando varios “fucking” por frase, y termina subiendo a un chico barcelonés al escenario para tocar fleabag juntos.
El barcelonés no solo cumple (toca con creces la guitarra rítmica), sino que acaba literalmente sobre los hombros de Harrison mientras el público enloquece. Es el tipo de momento que no se puede fingir del todo: espontáneo dentro de lo previsible, genuino dentro del espectáculo. Harrison se queda entre la multitud, sosteniéndose sobre manos anónimas que lo mantienen en alto. Son esos instantes los que justifican la devoción.
Pero el giro llega con Changes. Harrison anuncia un tributo a Ozzy Osbourne (fallecido en julio) y pide que canten tan alto que le llegue al cielo. El público joven duda al principio con una balada de Black Sabbath de 1972, pero cuando Harrison se queda inmóvil, los músculos agarrotados, conteniendo lágrimas evidentes, la sala entera calla.
Katie Dove-Dixon sostiene la melodía al teclado y por primera vez en la noche Harrison no está actuando. Está ahí, roto, murmurando cosas ininteligibles al techo. Es brevísimo (un minuto, quizá dos) pero suficiente para recordar que debajo del espectáculo hay alguien que siente las cosas de verdad. Ozzy no fue solo una influencia musical para Harrison; colaboraron, trabajaron juntos, había cariño real. Y se nota.

Fire llega con explosiones de color rojo y devuelve la noche a su cauce frenético. Ice cream man muestra a Harrison en modo Liam Gallagher: pandereta en mano, cuello estirado hacia el micrófono, jugueteando con sus músicos repartidos por el escenario. Es divertido, efectivo, puro rock and roll de pose estudiada.
Los problemas técnicos vuelven en L0ner, de nuevo con el micrófono. Harrison improvisa, sigue adelante. A estas alturas ya queda claro que la perfección técnica no es el punto: el show funciona por la entrega física total, por esa sensación de que Harrison va a dejarse la piel aunque el sonido falle o el Vistalegre no tenga la mejor acústica del mundo.

Ghosts cierra la noche principal con confeti cayendo y Harrison con la mano en el pecho. “Dios, qué bonito lugar”, canta mirando al público. “Sois mis puertas al cielo”. Promete volver a Madrid cada año que le quede de carrera. Lo dice tantas veces que o es verdad o es el mejor mentiroso del mundo.
El bis trae Zombie donde Harrison monta su orquesta humana haciendo gritar “Hey!” al público, se enrolla el cable del micro al cuello y se desploma en el suelo en muerte teatral. Es el cierre perfecto para un show que nunca pretendió ser sutil.
Y entonces pasa lo que pasa pocas veces: media hora después, Harrison sale realmente a las puertas del Vistalegre. Decenas de fans esperan. Se hace fotos, firma autógrafos, charla. Al día siguiente cuelga en redes: “Estáis muy locos”. Puede sonar a marketing, pero estar ahí a medianoche cuando podrías estar en el hotel dice algo.

YUNGBLUD no reinventa nada. Toma el manual del rock de estadio de los 80 y 90, lo actualiza con referencias contemporáneas y lo ejecuta con profesionalismo impecable. ¿Es rock auténtico o espectáculo sobre el rock? Probablemente un poco de ambos, y no tiene por qué ser contradictorio.
El público salió sudado, eufórico, con la sensación de haber vivido algo. Harrison cumplió: noventa minutos de entrega total, momentos de emoción genuina, cercanía que se siente real aunque esté dentro del espectáculo. Los problemas técnicos, la acústica imperfecta, las ausencias en el setlist, todo eso quedó sepultado bajo la avalancha de energía.
No es el concierto perfecto, pero quizá no pretendía serlo. Es un tipo de 28 años que llena pabellones presentando su cuarto disco, que logra hacer llorar y saltar a la vez, que sabe exactamente cómo mover a una multitud sin perder (del todo) la humanidad en el proceso. Si eso es suficiente depende de lo que cada uno busque al comprar una entrada.
