Paul McCartney durante su show en el Estadio Centenario de Montevideo | Fotos: María Noel Robaina
El aire fresco de la noche montevideana envolvía el Estadio Centenario cuando las luces se apagaron y el bajo Höfner de Paul McCartney apareció en las pantallas gigantes. Un susurro colectivo recorrió a los miles de asistentes que llenaban cada rincón del histórico recinto. Era la tercera vez que el ex-Beatle pisaba suelo uruguayo, pero esta noche no sería solo una repetición de lo vivido en 2012 y 2014. A sus 82 años, McCartney estaba a punto de ofrecernos algo más que un espectáculo; iba a transportarnos en un viaje a través de seis décadas de historia musical, una travesía que nos conectaría con lo más profundo de nuestra memoria emocional.
El primer acorde de “A Hard Day’s Night” explotó en los parlantes, directo al corazón. Sesenta años después de su lanzamiento, la canción mantiene una energía tan vibrante que electrificó el estadio al instante. Desde los asientos hasta el césped, se podía ver gente moviéndose al ritmo de la música, como si los años de historia acumulados en cada nota se desvanecieran, dejando solo el presente.
La banda que acompañaba a McCartney fue impecable. Rusty Anderson y Brian Ray en las guitarras, Abe Laboriel Jr. en la batería, y Paul “Wix” Wickens en los teclados, junto a la sección de vientos Hot City Horns, formaron una maquinaria perfectamente aceitada. Las canciones fluyeron con una precisión que parecía natural, pero que sólo podía venir de músicos con décadas de experiencia juntos. Cuando llegó el momento de “Let Me Roll It”, el tema de Wings que luego se fundió con un tributo a Jimi Hendrix al tocar “Foxy Lady”, fue evidente que no estábamos simplemente ante una leyenda del rock, sino frente a un hombre que seguía vibrando con la música, tocando con la misma pasión que hace sesenta años.
McCartney, con su clásico bajo Höfner y una chaqueta negra que reflejaba una elegancia sobria, no parecía un hombre de 82 años. Se movía por el escenario con la misma soltura de siempre, sonriendo con ese brillo en los ojos que solo puede tener alguien que sigue disfrutando de su arte. “Vamos a tocar canciones viejas, nuevas y algunas del medio”, dijo en un español aprendido con cariño, y las primeras notas de “Junior’s Farm“ marcaron el inicio de un recorrido extenso, salpicado de clásicos y joyas menos conocidas.
El ambiente fue tomando vuelo cuando “Letting Go” llenó el estadio de ese groove imparable, mientras la sección de vientos —los Hot City Horns— aportaba una textura que resonaba profundamente en cada rincón. El rock, que siempre ha sido el núcleo de McCartney, encontraba aquí un momento de frescura, una conexión con el soul que hacía que los cuerpos se movieran casi sin querer.
Las pantallas mostraban imágenes en blanco y negro mientras McCartney se despojaba de la guitarra para sentarse al piano y atacar los acordes de “Nineteen Hundred and Eighty-Five”, una de esas canciones que te transporta a otro tiempo, a otra era. El público, atrapado entre la nostalgia y la emoción del momento, seguía cada movimiento del maestro. Cuando llegó el turno de “Maybe I’m Amazed”, la intensidad emocional escaló aún más. A pesar de los años, la voz de McCartney todavía lograba arrancar suspiros y sonrisas, transportándonos a ese amor genuino que capturó en la canción.
El setlist fue un paseo por todas las etapas de su carrera, con paradas que dejaron marcadas huellas en el público. Clásicos de The Beatles como “Love Me Do” y “Blackbird” provocaron un silencio reverencial, especialmente cuando Paul subió a una plataforma elevada para interpretar esta última. Con solo su voz y una guitarra acústica, el vuelo del pájaro proyectado en las pantallas se fundía con la atmósfera de nostalgia y gratitud que dominaba el estadio.
Entre tema y tema, McCartney no dejó de interactuar con el público en un español imperfecto pero lleno de ternura. Su genuino esfuerzo por conectarse con los uruguayos a través del idioma solo reforzaba la sensación de que estábamos viviendo algo único, un privilegio reservado para quienes habían acudido a esta cita. En más de una ocasión, su frase “Muchas gracias, Montevideo” fue suficiente para arrancar aplausos y sonrisas de todos los rincones.
El momento más inesperado de la noche llegó cuando McCartney introdujo “Now and Then”, la última canción de los Beatles, estrenada en 2023. El tema, completado con la ayuda de inteligencia artificial a partir de una demo de John Lennon grabada en los años 70, fue interpretado por primera vez en vivo esa noche, y verlo suceder ante nuestros ojos le añadió un peso especial a la historia que Paul estaba contando. Las imágenes de los cuatro Beatles proyectadas en las pantallas mientras la banda tocaba eran un recordatorio de lo que fue y lo que nunca será, pero también de la eternidad de su música.
Sin embargo, el show no se trató solo de mirar hacia atrás. Canciones como “Come On To Me” y “Dance Tonight” demostraron que Paul no se conforma con ser una reliquia del pasado; su música sigue evolucionando, sigue buscando nuevas formas de conectar con su audiencia. Abe Laboriel Jr., quien no solo dominó la batería con precisión, sino que además bailó, cantó y bromeó con el público, se destacó como el alma energética de la banda, aportando un toque de desenfado y humor que balanceaba la solemnidad de algunas canciones.
El recorrido continuó con más de esos temas icónicos que forman parte de la columna vertebral de la música popular. Desde “Let It Be” hasta la explosiva “Live and Let Die”, que se acompañó con fuegos artificiales que iluminaron el cielo de Montevideo, McCartney fue construyendo una narrativa que nos llevaba de la calma a la euforia en cuestión de segundos.
El final, como debía ser, fue épico. La trilogía de “Golden Slumbers”, “Carry That Weight” y “The End” fue el broche perfecto para una noche inolvidable. McCartney, envuelto en banderas uruguaya, británica y de la diversidad, agradeció al público con una humildad que contrasta con su estatus de leyenda. El público, por su parte, respondió con una ovación que pareció extenderse hacia el cielo, como un eco de agradecimiento por esas canciones que han marcado la vida de tantas generaciones.
Cuando las luces se encendieron y la multitud comenzó a dispersarse por el Parque Batlle, una sensación de plenitud nos acompañaba. Habíamos presenciado algo más que un concierto. Habíamos sido parte de una clase magistral, de un acto de comunión musical que, aunque repetido en ciudades de todo el mundo, se sintió íntimo y único. Montevideo, por una noche, fue el escenario de una celebración eterna del rock.