Hay discos que se componen con la urgencia del mensaje, con esa necesidad casi febril de decir algo que no puede seguir callado. Pero hay otros que se gestan a fuego lento, como un ritual privado, y se abren al mundo solo cuando el silencio interior ha terminado de hablar. Cancionera, el nuevo trabajo de Natalia Lafourcade, pertenece sin duda a esta segunda estirpe.
No es un disco que busca epatar. No hay hits instantáneos ni coros diseñados para festivalear. Cancionera es, en cambio, un acto de introspección lúcida, una suerte de manifiesto sonoro que se apoya en lo mínimo (la voz, la guitarra, el eco de una tradición) para hablar de lo máximo: la identidad, el paso del tiempo, la persistencia de lo íntimo.
En una época en la que los lanzamientos parecen piezas más del engranaje de la industria que expresiones artísticas genuinas, Lafourcade se permite un gesto raro: el de la pausa. El disco no corre, no presume, no seduce con fórmulas gastadas. Se acomoda en su propio ritmo y obliga al oyente a hacer lo mismo. Y quien no esté dispuesto a bajar la velocidad, se quedará afuera. Porque aquí no hay espectáculo, hay ceremonia.
La figura de “La Cancionera” funciona como alter ego y como excusa poética para desplegar un universo simbólico que le permite a Lafourcade revisitar su propio mito personal sin caer en el narcisismo. Esta voz nómade que habita las sombras y canta desde la penumbra no es una construcción marketinera, sino una encarnación libre de los fragmentos que han compuesto su identidad artística: la niña folklórica, la joven indie, la ganadora del Grammy, la productora sensible, la compositora de himnos impensados.
Pero más allá del relato conceptual, lo que define Cancionera es su búsqueda estética. Coproducido con Adán Jodorowsky, el álbum escapa a las tentaciones del artificio digital y se graba en vivo con una formación instrumental amplia pero contenida. No hay sobreproducción, no hay brillos plásticos: hay madera, cuerda, respiración y espacio. El disco respira, literalmente.
La apertura con El Palomo y la Negra puede despistar a quien espere un álbum de reinterpretaciones tradicionales. Sí, es un homenaje a las bodas mexicanas, pero el tratamiento musical esquiva cualquier mirada costumbrista. Natalia no está “rescatando” la tradición: está dialogando con ella, incluso contradiciéndola. Lo folclórico no es aquí una postal, es una lengua viva que muta con cada fraseo.
En ese punto, hay algo casi punk en su decisión: una irreverencia sin estridencias, una dulzura que no es complaciente. La presencia de músicos como Israel Fernández, Diego del Morao o los Hermanos Gutiérrez no aporta sólo textura sonora, sino un contrapunto emocional. El flamenco, la psicodelia instrumental y la canción latinoamericana dialogan sin jerarquías. No se trata de fusión sino de convergencia: cada sonido encuentra su lugar sin pedir permiso.
El disco se permite incluso momentos de riesgo estructural, con piezas que huyen de la forma canción para acercarse más a la invocación sonora. Allí se percibe la mano de Soundwalk Collective, cuyas intervenciones aportan un diseño sonoro que recuerda más al cine que a la radio. Hay momentos en los que Cancionera parece construirse no desde la música sino desde el paisaje: viento, madera, tierra húmeda.
¿Es este el mejor disco de Natalia Lafourcade? Esa pregunta es tan ociosa como intentar medir el valor de un diario íntimo por su cantidad de páginas. Cancionera no compite con sus anteriores obras (ni con Hasta la raíz ni con De todas las flores) porque habla desde otro lugar. No quiere convencer, no quiere liderar tendencias, no quiere gustar. Quiere decir, simplemente. Y eso, en estos tiempos, ya es casi revolucionario.
Quien escuche este álbum esperando una reinvención total, quizás se tope con una sorpresa: no hay ruptura, sino continuidad. Pero no una continuidad tibia, sino elegida con firmeza. Natalia no busca ser otra: busca ser más ella misma. Como quien vuelve a casa después de años y encuentra, debajo del polvo, algo que siempre estuvo ahí: su propia voz, intacta.