Javiera Mena y la pausa necesaria: una crítica a Inmersión

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En Inmersión, Javiera Mena baja el volumen. Y lo hace de manera literal y simbólica. Atrás quedaron los beats obsesionados con el hit instantáneo, el synthpop ansioso por capturar reproducciones, y esa necesidad algo impostada de competir en la pista. El nuevo disco de la chilena no corre: flota. No quiere epatar: busca, tantea. En tiempos donde la urgencia rige el pulso musical (especialmente en el pop) este álbum propone otra cosa: detenerse, respirar, y ver qué queda después del impacto.

Desde que asomó con esa versión de Yo no te pido la luna, Javiera ha sido, para bien o para mal, una artista orbitando su propio universo de luces neón. Fue heroína del electropop latino antes de que se pusiera de moda el prefijo electro. Otra era, con su himno Espada y ese video que alimentó GIFs como si fueran pan caliente, fue su punto de inflexión: más icónica que emocional, más personaje que persona. Después de eso, Espejo y Nocturna parecieron intentos (a ratos logrados, a ratos no) de mantenerse en el juego sin perder la identidad. Pero con Inmersión algo cede. No hay pretensión de trascendencia, ni ansias de playlist. Y eso, paradójicamente, es lo más interesante que ha hecho en años.

Desde el punteo lánguido de Palacio de Hielo, se deja entrever el tono general: menos producción maximalista, más composición consciente. Aquí no hay trampa ni cartón: cuerdas, flautas, silencios. Sí, Javiera sigue siendo pop, pero en su acepción más abierta, menos ligada al algoritmo. Pez en el agua coquetea con la bossa nova sin volverse decorativa, mientras que Na Na Na se apoya en arreglos de cuerda sutiles que logran algo escaso en su discografía: ternura sin cursilería.

Líricamente, el disco oscila entre lo íntimo y lo político, sin subrayar ninguno de los dos extremos. Hay menciones a huir de ciudades hostiles, a cuerpos que se convierten en refugio, a realidades paralelas que bien podrían ser metáforas del escapismo queer en tiempos de ultraderecha. Pero Mena no sermonea: insinúa. Y eso, en un contexto donde el panfleto abunda, se agradece.

Ahora bien, no todo en Inmersión es lúcido. Hay momentos en que la búsqueda del “estado sensorial” se vuelve difusa, casi anestésica. Claro de Luna, por ejemplo, pretende jugar en la liga de MGMT versión chill-out, pero se queda en un limbo algo aburrido. Lo mismo ocurre con Volver a llorar, que arranca con atmósfera y promesa trip-hopera, pero no termina de despegar. La sensación es que el disco encuentra más fuerza en su concepto general que en algunas canciones aisladas.

La rareza (y acierto) de Absurda, una balada retro que combina desamor con humor y autodesprecio felino, recuerda que Javiera siempre fue más interesante cuando se permitió ser irónica. La frase “los gatos son unos humilladores” tiene más filo emocional que muchas metáforas plastificadas del pop contemporáneo. Y Entropía, que cierra el disco con un guiño bailable, funciona como epílogo honesto: una artista que no puede evitar moverse, pero que ya no corre por obligación.

Inmersión no es un álbum perfecto. Pero sí es, probablemente, el disco más honesto de Javiera Mena desde su debut. Un trabajo que no quiere competir, ni agradar, ni impresionar. Solo sonar como ella misma, aunque eso implique sonar más bajito.

Y en esta década de sobrecarga sonora, de canciones como shots de dopamina, eso (aunque suene sencillo) es bastante.