A los cuarenta años, cuando la mayoría de los artistas populares ya han agotado sus reservas de autenticidad o se han refugiado en la nostalgia comercial, Natalia Lafourcade decide fragmentarse. Cancionera, su duodécimo álbum de estudio es el nacimiento de un alter ego que, lejos de esconder, revela. Como en las mejores tradiciones del teatro mexicano, donde la máscara no oculta sino que destapa verdades incómodas, este trabajo funciona como un ejercicio de desdoblamiento que interroga tanto a la artista como a la tradición que la sustenta.
Desde la apertura instrumental que precede al track titular, queda claro que estamos ante un territorio diferente en la cartografía lafourcadiana. La instrumentación analógica (grabada íntegramente en cinta en México bajo la coproducción de Adán Jodorowsky) genera una calidez que no es meramente nostálgica, sino deliberadamente táctil. Aquí no hay el preciosismo digital que caracterizó algunos momentos de De Todas las Flores (2022); en su lugar, emerge una rugosidad que dialoga directamente con las texturas del son jarocho y la ranchera, pero tamizada por una sensibilidad contemporánea que evita tanto la museografía como el pastiche.
La decisión de centrar gran parte del material en las raíces veracruzanas no es fortuita ni complaciente. Lafourcade entiende que el son jarocho (ese género mestizo nacido del encuentro traumático entre África, Europa y América) funciona como metáfora perfecta para su propio proceso creativo: híbrido, sincrético, irreductible a fórmulas simples. Las reinterpretaciones de “El Coconito” y “La Bruja” buscan la apropiación crítica. Son ejercicios de traducción cultural donde la cantautora contemporánea no imita sino que digiere, metaboliza y expulsa transformado el material folclórico.
En “Luna Creciente”, una de las composiciones más logradas del disco, la jarana veracruzana establece un diálogo contrapuntístico con arreglos de cuerdas que recuerdan tanto a Agustín Lara como a la nueva canción latinoamericana. La voz de Lafourcade, despojada de los melismas que a veces la habían llevado por territorios peligrosamente preciosistas, encuentra aquí una economía expresiva que potencia cada inflexión. Es el tipo de síntesis que solo logran los artistas maduros: máxima expresividad con mínimos recursos.
Las Fisuras del Espejo
Pero Cancionera no es un disco perfecto, ni pretende serlo. Algunos cortes, particularmente “Mascaritas de Cristal” y “Cariñito de Acapulco”, se resienten de un exceso de autoconciencia que los vuelve ligeramente artificiosos. Lafourcade, consciente de su papel como embajadora cultural, a veces carga las tintas folclóricas hasta el punto donde el gesto se vuelve evidente. Son momentos donde la cancionera (ese personaje que la artista ha construido) amenaza con devorar a la compositora, donde el concepto se impone a la canción.
La colaboración con los Hermanos Gutiérrez en “Amor Clandestino” representa el extremo opuesto: una integración tan orgánica de guitarras western y percusiones latinas que el resultado trasciende la suma de sus partes. Aquí, el desdoblamiento lafourcadiano alcanza su máximo rendimiento: la cantautora urbana y la intérprete folclórica coexisten sin fricciones, creando un territorio sonoro que es simultáneamente familiar y extraño.
El álbum funciona también como reflexión sobre los límites y posibilidades de la tradición musical mexicana en el siglo XXI. Lafourcade no comete el error frecuente de sacralizar el folclore; en cambio, lo entiende como material vivo, susceptible de transformación y crítica. Las referencias a Chavela Vargas son interrogaciones sobre qué significa ser cantautora mexicana en un contexto global donde la autenticidad se ha vuelto categoría de mercado.
La producción de Jodorowsky resulta crucial en este sentido. Su oído, formado en el cine experimental y la música conceptual, evita que el material derive hacia la postal turística. Los arreglos del Soundwalk Collective, integrando paisajes sonoros naturales, añaden una dimensión espacial que contextualiza las canciones no en un estudio aséptico, sino en un territorio geográfico y emocional específico. Es sound design aplicado con inteligencia: nunca decorativo, siempre funcional.
La Paradoja del Alter Ego
La gran paradoja de Cancionera radica en que, al crear un personaje, Lafourcade se encuentra más auténtica que nunca. Esta dimensión performática se hace evidente en cortes como “Lágrimas Cancioneras”, donde la voz adopta inflexiones teatrales que rozan el melodrama sin caer en él. Es un equilibrio precario pero fascinante: Lafourcade encuentra en la máscara de la cancionera un territorio de libertad expresiva que la persona civil difícilmente se habría permitido.
Cancionera es un disco de madurez artística que funciona simultáneamente como síntesis y apertura. Síntesis de una trayectoria que ha navegado entre el indie mexicano, la nueva canción y el rescate folclórico; apertura hacia territorios expresivos que prometen desarrollos futuros igualmente estimulantes. No es el mejor álbum de Lafourcade (Hasta la Raíz mantiene esa corona) pero sí es el más complejo, el que mejor articula sus diversas facetas sin sacrificar coherencia estética.
Cancionera no resuelve las tensiones entre pasado y presente, local y global, tradición e innovación; las dramatiza, las vuelve productivas, las transforma en material artístico.
Al final, lo que queda resonando no es el personaje de la cancionera sino la artista que lo imagina, lo habita y lo trasciende. En la distancia entre Natalia Lafourcade y su álter ego se abre un espacio de reflexión sobre los límites de la identidad artística, sobre las máscaras que todos necesitamos para acceder a nuestras verdades más profundas. Cancionera es, en última instancia, un espejo que refleja no un rostro, sino las múltiples posibilidades de ser.