Shakira Convierte el SoFi Stadium en su Altar de Redención

Shakira

Shakira durante su presentación en el SoFi Stadium de Los Ángeles | Fotos: Kevin Mazur

Hay algo profundamente Shakesperiano en el modo como Shakira Isabel Mebarak Ripoll convirtió dos noches consecutivas del SoFi Stadium en un ejercicio de exorcismo público. Mientras las 90,000 almas que colmaron el estadio angelino rugían, la barranquillera había completado una transformación que Kafka habría admirado: de víctima a victoriosa, de traicionada a triunfante, de mujer herida a primera latina en conquistar ese coliseo de acero y cristal diseñado para otros dioses.

El 5 y 6 de agosto de 2025 fueron el momento en que una industria musical que había enterrado prematuramente a Shakira (tras años de especulaciones sobre su relevancia, su voz, su capacidad de reinvención) tuvo que tragar sus palabras junto con los 70 millones de dólares que generó la gira. Porque aquí estaba ella, a los 48 años, demostrando que la venganza se sirve mejor con coreografías robóticas y cambios de vestuario audaces.

Lo que presenciamos en Inglewood fue algo más complejo que un concierto: fue la construcción de un nuevo mito personal, ladrillo por ladrillo, canción por canción. El diseño de producción (pantallas gigantes ubicadas en posiciones imposibles, tecnología que convierte cada movimiento de cadera en evangelio visual) funcionaba como una catedral del siglo XXI donde la liturgia se escribía en reggaetón y vallenato.

La aparición de los Black Eyed Peas para “Girl Like Me” fue el momento preciso donde Shakira demostró que había sobrevivido a la década que casi la devora: los 2010, esos años donde el pop latino parecía haber encontrado nuevos profetas. Will.i.am y compañía llegaron como testigos de una resurrección que nadie vio venir cuando la canción se lanzó en 2020, en plena pandemia.

El Testamento de una Generación

“Men in This Town” (interpretada por primera vez en vivo) se convirtió en el momento más revelador de ambas noches. Esta canción, extraída de las profundidades de “She Wolf” como una reliquia arqueológica, funcionó como puente entre la Shakira de antes y la de ahora. Era la artista reconociendo que el pasado no es un museo, sino una cantera de la cual aún puede extraer oro. El rugido del público cuando los primeros acordes invadieron el estadio funcionó como reconocimiento, el tipo de epifanía colectiva que solo ocurre cuando un artista toca fibras que creíamos dormidas.

Los cinco vestuarios inéditos (desde el body morado de Dario Mittmann que necesitó tres meses y 80 bocetos para materializarse, hasta el mono plateado que transformó “Si Te Vas” en una declaración futurista) funcionaron como mudas narrativas.

Lo que resultó más fascinante fue la ausencia casi total de comentarios políticos o sociales. Aquí estaba una artista de origen libanés, en una ciudad donde las tensiones migratorias habían forzado la cancelación original de su show, eligiendo el silencio como estrategia. No hubo palabras sobre ICE, sobre el Medio Oriente, sobre nada que pudiera manchar la pureza del espectáculo. Era Shakira practicando lo que podríamos llamar “neutralidad aspiracional”: el arte como escape, no como resistencia.

También sonaron los clásicos “Pies Descalzos” y “Don’t Bother”, con su solo de guitarra que evocaba fantasmas del rock que una vez habitó. Al final, cuando “BZRP Music Sessions #53” cerró la segunda noche, lo que habíamos presenciado era algo más profundo que un par de conciertos sold out. Las 90,000 personas que corearon cada palabra de sus himnos de desamor no estaban simplemente consumiendo entretenimiento: estaban participando en un ritual de sanación masiva.

Shakira había logrado lo impensable: convertir el SoFi Stadium (ese templo del capitalismo deportivo) en el altar de las mujeres que ya no lloran. Y en el proceso, había reescrito las reglas de lo que significa ser relevante en el siglo XXI. No a través de la innovación musical o la transgresión artística, sino a través de la alquimia más antigua de todas: transformar el sufrimiento en poder, las lágrimas en oro, la traición en venganza.

Era, al final de cuentas, el triunfo perfecto para una época que ha perdido la fe en los finales felices tradicionales.