Foto: © María Noel Robaina
El aire espeso de Montevideo preserva todavía, como ámbar tóxico, el recuerdo de anoche. Chrissie Hynde, esa figura delgada de movimientos felinos que ha sobrevivido a todos los apocalipsis personales imaginables, atraviesa el escenario del Antel Arena como un predador estudia territorios reconquistados. Su andar habla de ocupación: ha venido a reafirmar quién sigue siendo. A los 73 años, mientras otros veteranos del punk se deshacen en parodias lastimosas de sí mismos, Hynde pisa sobre Montevideo con la elegancia cortante de quien todavía tiene algo que decir y, más importante aún, algo que negar.
“Hate for Sale” abre hostilidades sin preámbulos. El primer tema del penúltimo disco de The Pretenders, lejos de ser el obligado préstamo a la paciencia del público antes de los éxitos, establece la temperatura exacta de la noche: no habrá reverencias autocomplacientes al pasado. No hay nada inocente en comenzar con una canción que proclama abiertamente la comercialización del odio en tiempos donde la indignación se ha vuelto la más rentable de las monedas culturales.
La banda actual, formación número cinco o seis (¿quién lleva la cuenta ya?) ejecuta con precisión matemática los arreglos, pero es en la ferocidad contenida de la voz de Hynde donde reconocemos el ADN inconfundible de The Pretenders.
La secuencia inaugural del concierto, siguiendo con “Turf Accountant Daddy”, una de las joyas del álbum Hate for Sale (2020) no hace más que confirmar la intención. Aquí no se celebra un legado, se reafirma la vigencia de una banda que ya lleva más de cinco décadas en escena.
Es justo después de interpretarla que Chrissie suelta sus primeras palabras: “Qué hermosa ciudad Montevideo”. Una frase que, en boca de otros artistas, sonaría a fórmula gastada. La afirmación (repetida varias veces durante la noche) adquiere credibilidad cuando recordamos que Hynde pertenece a esa estirpe de músicos que efectivamente recorren los territorios que visitan. El día anterior se la vio caminando por 18 de Julio, con esa mezcla de curiosidad y discreción que la caracteriza. Es un ritual que se mantiene en cada ciudad de la gira: primero observar, luego cantar.

En “Kid”, particularmente, Hynde ejecuta un ejercicio magistral de distanciamiento brechtiano. Es una artista que reinterpreta su propio material con la frialdad clínica de quien disecciona un espécimen de otra era. La letra adquiere matices inquietantes cuando proviene de una septuagenaria observando un mundo donde las relaciones humanas se han vuelto cada vez más asimétricas y disfuncionales.
La Hynde de 2025 interpreta estas canciones con la misma intensidad corrosiva que cuando las grabó, pero ahora hay algo más: una capa adicional de significado que solo la experiencia acumulada puede proporcionar.
Para cuando llega “My City Was Gone” (esa canción escrita a su Ohio natal) la desconcertante precisión con que la banda reconstruye ese sonido que definió la convergencia entre punk y new wave en los albores de los ochenta, resulta casi perturbadora. Estamos ante la continuación de una conversación que nunca terminó realmente. Hynde no canta sobre la Akron de sus recuerdos; canta sobre la Montevideo actual, sobre todas las ciudades devoradas por el mismo monstruo financiero que ella denunciaba hace cuatro décadas.
“Boots of Chinese Plastic” marca el momento en que el concierto abandona cualquier pretensión de retrospectiva complaciente. Es aquí donde The Pretenders demuestran que siguen siendo, esencialmente, una banda de rock and roll en su concepción más visceral y menos ceremonial. La sección rítmica provee el andamiaje perfecto para que Hynde despliegue esa voz que desafía taxonomías: demasiado dulce para el punk, demasiado ácida para el pop, demasiado directa para el art-rock.
Y James Walbourne es aquí el contrapunto perfecto. Con una despreocupación que contrasta con la precisión de sus fraseos, Walbourne se apropia periódicamente del territorio sonoro, transformando cada solo en un ejercicio de virtuosismo sin afectación. Su cuerpo entero parece convertirse en extensión de la guitarra (o quizás sea al revés) en una simbiosis donde es imposible determinar dónde termina el instrumento y comienza el músico. No hay teatralidad calculada en sus movimientos; lo que presenciamos es la manifestación física de alguien que procesa el sonido como experiencia corporal completa. Si Hynde es la columna vertebral conceptual de The Pretenders, entonces Walbourne representa su sistema nervioso eléctrico.

La calidad vocal de Hynde, a estas alturas, merece su propio capítulo. Lo que presenciamos anoche fue un instrumento vivo que ha ganado matices con el tiempo. Sus susurros ásperos y esas notas sostenidas con exactitud matemática confirman una verdad incómoda para la industria de la nostalgia: algunos artistas no necesitan ser recordados porque siguen siendo indispensables. La banda, por su parte, alcanza niveles de prolijidad instrumental que bordean lo metafísico. Esa meticulosidad británica no se fracturó ni cuando Chrissie desestabilizó momentáneamente la estructura con un conteo en español. “Quizá no lo dije bien”, soltó antes de recalibrar en su inglés natal y seguir adelante como si nada hubiera ocurrido.
La secuencia de “Thumbelina”, “Biker” y “Back on the Chain Gang” representa el corazón conceptual del espectáculo. Es precisamente en estos temas donde Hynde parece más interesada en subvertir expectativas que en satisfacerlas. “Back on the Chain Gang” es despojada de sentimentalismos y replanteada como un manifiesto de supervivencia. La muerte ya no es tragedia, es dato biográfico; no hay espacio para el melodrama en un universo artístico construído sobre la lucidez implacable. Es aquí donde el público uruguayo abandona la comodidad de las butacas por primera vez. Con ese sarcasmo cortante tan suyo, Hynde había lanzado momentos antes: “cómo les gusta un show de rock!”, ante la parsimonia casi ceremonial de un público que examinaba cada nota como si fuera un vino añejo. “Qué bueno ver tantas caras viejas”, añadió después con ese filo característico, blindada por la autoridad que le confieren sus propias siete décadas de existencia y la certeza de quien ha sobrevivido a todas las tendencias que pretendieron enterrarla.

Hay covers que superan a la original, y después está la interpretación de “Forever Young” que desplegaron anoche. Porque sí, porque “amamos a Bob Dylan”, explicó Hynde con esa economía verbal que no admite sentimentalismos. Y porque algunos espíritus (los realmente incorruptibles) logran habitar el tiempo sin someterse a sus tiranías estéticas o biológicas. Lo que no dijo, pero quedó flotando en el aire, es que esa plegaria por la juventud eterna adquiere una dimensión casi subversiva cuando viene pronunciada por alguien que ha demostrado que la relevancia es cuestión de autenticidad.
Sobre el final, un cartel se alzó entre la multitud. Chrissie lo leyó con esa mirada escéptica que ha perfeccionado durante décadas: una petición para cantar “I’ll Stand by You” junto a ella en el escenario. Dudó visiblemente, evaluando el riesgo contra el gesto, pero finalmente accedió con un ademán que parecía decir “por qué no”. La chica subió desbordando entusiasmo, intentó inmediatamente envolverla en un abrazo efusivo que Chrissie interrumpió con la misma firmeza con que rechazaría un acorde desafinado. Distancia, le indicó con un gesto de seca amabilidad. Cantaron juntas, cada una en su territorio, hasta que Chrissie, en una expresión calculada de reconciliación, se le acercó para un abrazo medido por la cintura, manteniendo esa distancia profesional que marca sus interacciones. Ese momento fragmentó sutilmente el clima hermético del concierto; algunos intercambiaron miradas desconcertadas mientras uno de los himnos más queridos del repertorio se diluía en una voz ajena, una intrusión en el universo meticulosamente controlado que The Pretenders habían construído durante la noche.
“No sé cómo seguir después de esto”, admitió con un pragmatismo despojado. Claro, “I’ll Stand by You” es ese tema, la pieza con la que venían cerrando sus últimos conciertos, el himno que se esperaba como clausura ritual. Pero demostrando ese instinto infalible para desafiar expectativas, y sin importarles demasiado, simplemente ajustaron el setlist sobre la marcha y se lanzaron hacia “Cuban Slide”, desviando la energía hacia territorios menos transitados de su catálogo.
La despedida fue tan económica como todo lo demás en la estética de The Pretenders. “Te amo, Montevideo”, pronuncia Hynde mientras eleva su guitarra en ese gesto icónico que parece decir simultáneamente “victoria” y “suficiente”.