Shakira antes de Shakira

shakira pies descalzos

Hay un momento en “Estoy aquí” (el segundo track de Pies descalzos) donde la voz de Shakira Mebarak se quiebra apenas, como si la reverberación excesiva que la envuelve no pudiera contener del todo la tensión emocional que pugna por escapar. Es 1995, y una cantante colombiana de veintitrés años está intentando reinventarse después del fracaso comercial de dos álbumes que apostaron por un pop adulto prematuramente sofisticado. Lo que emerge de esa grieta vocal no es la superestrella global que conocemos hoy, sino algo más inestable y fascinante: una compositora hambrienta que intuye que la vulnerabilidad puede ser un arma comercial, pero que aún no domina del todo las herramientas para desplegarla.

Pies descalzos es, esencialmente, un disco de supervivencia. Grabado en condiciones precarias en los estudios Criteria de Miami con un presupuesto modesto y bajo la presión de ser su última oportunidad en Sony Music, el álbum funciona como un manifiesto de urgencia creativa. Luis Fernando Ochoa, su productor y colaborador principal, construye un universo sonoro que bebe tanto del rock alternativo latinoamericano de la época (ese territorio que ocupaban Café Tacvba, Fobia y Aterciopelados) como de un pop-rock anglosajón digerido a través de MTV. El resultado es híbrido e irregular: un disco que suena simultáneamente a 1995 y a ninguna parte en particular.

La producción de Ochoa es, a la vez, el mayor activo y el lastre más evidente del álbum. Hay una textura granulada en las guitarras, un uso generoso de delays y una reverberación que convierte cada canción en una catedral sonora ligeramente claustrofóbica. En temas como “Antología” o “Se quiere, se mata”, esa atmósfera densa funciona: las capas de guitarras acústicas y eléctricas se entrelazan con arreglos de cuerdas sintéticas que, aunque datados, sostienen melodías genuinamente memorables. Pero en otros momentos (“Vuelve”, con su estribillo pegajoso hasta la náusea, o “Un poco de amor”, que naufraga en su propio sentimentalismo) la sobreproducción convierte lo emotivo en empalagoso, lo íntimo en histriónico.

Lo que sí funciona, casi sin fisuras, es Shakira como letrista. Aquí todavía no hay vestigios de la poeta pseudo-surrealista que vendría después (“lucky that my breasts are small and humble” está a años de distancia), pero tampoco estamos ante la naïveté de sus primeros trabajos. Las letras de Pies descalzos habitan un territorio intermedio: confesiones adolescentes elevadas por imágenes concretas y una comprensión instintiva de la métrica. “Dónde están los ladrones / que robaron a mi niña” canta en el tema homónimo que daría nombre a su siguiente álbum, y hay en esa pregunta retórica una mezcla de rabia e impotencia que resuena más allá de su construcción sencilla.

“Estoy aquí”, el primer single, es probablemente la mejor encapsulación de lo que el disco intenta lograr. Es una balada rock en todo su esplendor noventero: guitarra acústica en la introducción, batería que entra con determinación en el segundo verso, coro explosivo diseñado para estadios que Shakira aún no llenaba. Lo notable no es la estructura (absolutamente convencional) sino la manera en que su voz navega entre la fragilidad del verso y la potencia del estribillo. Hay una autenticidad en esa ejecución que trasciende los cálculos comerciales evidentes del arreglo. Cuando canta “disculpa si te hago llorar”, realmente suena a disculpa, no a pose.

Pero Pies descalzos tropieza (y tropieza estruendosamente) en su intento por abarcar demasiado. “Pienso en ti” es un ejercicio de balada power pop que podría haber aparecido en cualquier compilado de MTV Unplugged latinoamericano de mediados de los noventa: competente, olvidable, desprovista de personalidad. Peor aún es “¿Dónde estás corazón?”, que intenta fusionar elementos de música andina con rock pero termina sonando a pastiche, como si alguien hubiera mezclado una zampoña con una distorsión de guitarra sin comprender realmente ninguno de los dos lenguajes.

La irregularidad del álbum se evidencia también en su extensión. Con once canciones que suman casi cincuenta minutos, Pies descalzos se siente, paradójicamente, tanto sobreextendido como incompleto. Hay momentos de genuina inspiración (el puente de “Antología”, la introducción de “Se quiere, se mata”) pero también una sensación generalizada de que Shakira y Ochoa están improvisando, lanzando ideas contra la pared para ver qué se adhiere. No todo lo hace.

Sin embargo, juzgar este disco por sus defectos sería perder de vista su mayor logro: Pies descalzos es el momento en que Shakira descubre su voz, no solo literalmente (aunque el desarrollo técnico respecto a sus trabajos previos es notable) sino artísticamente. Aquí está la génesis de la compositora que escribiría “Ciega, sordomuda” y “Ojos así”, la intérprete que entendió que la vulnerabilidad y el poder vocal no son opuestos sino complementarios. Lo que falta en consistencia se compensa con hambre creativa, con la voluntad de alguien que sabe que está jugando su última carta y la juega con todo.

En el contexto latinoamericano de 1995, cuando el rock en español vivía su momento de mayor visibilidad comercial pero comenzaba a mostrar signos de agotamiento creativo, Pies descalzos funcionó como una puerta lateral inesperada: demasiado pop para la ortodoxia rockera, demasiado guitarrero para el pop tradicional. Esa indefinición terminó siendo su mayor ventaja. No encajaba perfectamente en ningún lado, lo que le permitió construir su propio territorio.

Escuchar Pies descalzos treinta años después es encontrarse con un artefacto fascinante por lo que anuncia más que por lo que logra consolidar. Es un disco imperfecto hecho por alguien que aún no sabe exactamente quién es, pero que ya intuye quién podría llegar a ser. En esa intuición reside toda su energía: la de una artista caminando sobre tierra inestable, descalza efectivamente, tanteando el terreno antes de aprender a correr.